lunes, 15 de agosto de 2011

El hombre del agujero


Elina Malamud, escritora argentina.

Es el último eslabón de no se sabe quiénes. No conocemos su identidad, ni su nombre, ni la nación a la que pertenezca, dicho así en un subjuntivo oblicuo de desconcierto, de desconocimiento y de despertenencia, porque ya no tiene un pueblo al que pertenecer. Él es su solo pueblo y solo es de la selva, el Hombre del Agujero. Con ese nombre se lo conoce y así es su historia para nosotros: un hueco vacío que quizá no tengamos tiempo de llenar.


La antropóloga Fiona Watson, Directora de Investigación de Survival, una organización internacional que apoya a los pueblos indígenas de todo el mundo, concedió, desde Londres, una entrevista a Hecho en Buenos Aires para dar fe de lo que vio y oyó respecto de este solitario habitante de la selva.
En principio, Fiona Watson había viajado a Rondonia- el estado de la Amazonia brasileña cuyo nombre hace honor al General Rondón, aquel militar que puso, entre los primeros, sus ojos y su interés en salvaguardar las vidas y los derechos de los indígenas amazónicos - para conocer a los Akuntsu.
Los Akuntsu le ganan al Hombre del Agujero por cinco, si vale la ironía negra en una historia tan trágica. Hoy son una etnia de cinco, un pueblo amazónico constituido, según se colige, por cinco sobrevivientes que fueron contactados no hace mucho tiempo. Un video de Tribal Channel hace posible verlos en la web, a los cinco sobrevivientes. Danzan con simpleza natural entre sonrisas ingenuas. Seguramente tienen dioses y creencias, hacen el amor de una manera y tendrían sus reglas para recibir a los recién nacidos y despedir a sus muertos.
Tienen una manera de adornarse y una lengua para comunicar sus pensamientos, pero, por el momento, la antropóloga Watson nada puede contarnos sobre su idioma y su cultura... porque solo ellos las comprenden. Para nuestro mundo de este lado del verde, de este lado de la nueva sabana en que se va convirtiendo la selva amazónica, son una incógnita urgente hasta que los investigadores brasileños que están haciendo el estudio de campo logren conocerlas y descifrarlas, ojalá antes de que el último de los cinco desapareza.
Con movimientos de sus manos, gestos y llantos, gritos y sonrisas de devaluada esperanza explicaron algo de unos hombres que llevaban chumbos - nos transmite Watson - tal como los mercenarios de la selva que, a lo largo de los años setenta, ochenta y noventa, han colaborado con los intereses públicos y privados que consideran imprescindible masacrar a los hombres, mujeres y niños de las tribus originarias, aniquilando sus culturas y destruyendo la biodiversidad para hacer de la selva amazónica un cementerio productivo.
Fue mientras estaba ocupada en ponerse al tanto de la realidad de los Akuntsu que le hablaron de la existencia de un indígena solitario que no aceptaba entrar en contacto. El Hombre del buraco, como lo conoce la gente de FUNAI - la Fundación Nacional del Indígena, organismo del gobierno de Brasil a cargo de las problemáticas de los pueblos originarios de ese país - había sido atacado por intrusos desconocidos... en el momento apropiado. Al igual que los Akuntsu, se supone que el Hombre del Agujero es un sobreviviente de aquellas mismas masacres perpetradas cuando las obras de infraestructura permitieron el acceso a la selva de Rondonia y comenzaron los desmontes - des selves sería más correcto decir - que transformarían el bosque lluvioso de la Amazonia en amplias praderas para la cría de ganado y el cultivo de la soja.
Los árboles cayeron, el sotobosque ardió, los sapos y las mariposas, las culebras, los pájaros y los tapires recularon hacia las sombras que todavía podían protegerlos y las almas humanas que intentaron o que ni siquiera tuvieron oportunidad de defender la selva que habían cuidado por siglos o milenios según su propia manera de vivir y las necesidades para su sustento, fueron barridas a chumbazos antes que reclamaran sus derechos. Hoy la FUNAI, se ocupa de la protección de las comunidades indígenas, de la conservación de sus tierras y del seguimiento de sus vidas, aún cuando no deseen contactarse con nosotros, los así llamados blancos, a fin de proveer a su sostenimiento.
El Hombre del Agujero - por fin llegamos al punto - vive en Tanarú, unos 40 kilómetros al noroeste de los Akuntsu, en una Zona de Restricción de Uso de unas 8000 hectáreas a las que no está permitido entrar sin autorización de la FUNAI. Cada dos o tres años esa Restricción de Uso debe ser renovada y así lo cumplió la FUNAI en la fecha correspondiente, 27 de octubre de 2009, muy a pesar de los cinco hacendados que rodean esa pequeña porción de selva y que quieren que nuestro hombre sea trasladado para echar su zarpa sobre lo que va quedando. A penas se firmó la renovación, el Hombre del Agujero fue atacado y su ranchito - llamémoslo así hasta que aprendamos algo más sobre las comunidades amazónicas - violentado, informa Fiona Watson.
Este hombre que vive solitario en la selva de Rondonia cava pozos de varios metros de profundidad que utiliza para esconderse cuando los intrusos hacen peligrar su vida o coloca en ellos palos puntiagudos para cazar animales. Se supone que vive solo - es difícil hacer afirmaciones absolutas, explica Watson - porque su casa es pequeña y porque es lo que ha visto la FUNAI. Cultiva mandioca en su huerta, frutos y vegetales y guarda en su casa madera, agua, cáscaras de frutos para hacer fuego y resinas de la corteza de los árboles.
Se levantará, seguramente, con el sol y carpirá su huerta, pelará sus mandiocas y las cocinará, pescará según su tradición artesanal, juntará agua en el río y recogerá ramas gruesas que encuentre en el camino. Por la tarde se sentará a la orilla del claro donde construyó su refugio para tallar pacientemente sus instrumentos de labranza, sus lanzas y sus flechas y tensará las ramas más flexibles y resistentes para fabricar el arco con el que, siempre alerta, acompañará su andar descalzo.
Al atardecer se asomará a las lindes de su querencia para espiar ese mundo prolijo de sojas y animales cuernados que lo acecha.
Nadie lo nombra y tal vez tampoco se nombre a sí mismo. Me pregunto qué habrá visto en el momento de su vida en que los suyos desaparecieron, con qué pavor se habrá escondido, entre qué espasmos y tembladeras habrá escapado de la masacre o qué agonías inevitables habrá acompañado, abrumado por la impotencia o, muy al contrario, por la conciencia sabia de lo inexorable.
Una única imagen existe del Hombre del Agujero. La tomó el cineasta Vincent Carelli mientras filmaba Corumbiara, un documental sobre las masacres perpetradas en la Amazonia. En un intento de contactarlo, se intuye entre el follaje la sombra de su rostro. La cámara se acerca velozmente para mostrar la cara morena que apenas se deja ver por un hueco entre las hojas, sin sobrepasar el límite del follaje. Tras su expresión tal vez de miedo o de ansiedad curiosa, empuja su lanza que va avanzando desde el hueco hacia nosotros, gira hacia izquierda y derecha con despaciosidad amenazante, retrocede a la oscuridad de la selva y desaparece. Está claro que no quiere lolas con este lado de la linde y la FUNAI ha de respetar su derecho al no contacto según la política iniciada por el sertanista Sydney Possuelo, que fue director del Departamento de Indígenas Aislados de la FUNAI hasta que la devoción por su labor chocó con decisiones gubernamentales que consideró iban en detrimento del futuro de las comunidades a su cargo.
Queda girando en el aire esa arma ingenua que amenaza, ultimátum de la gente de la selva que defiende su vida y su hábitat, pero queda frente a mí, como un puente, una cuarta, una mano expectante.